Félix Bolaños, que es como el cura joven pero con boina del sanchismo, el imberbe guardia suizo con uniforme anacrónico, sonsonete anacrónico y hacha con voluta anacrónica, no podía faltar en el funeral de Benedicto XVI, que estuvo entre la grandiosidad y el entierro de un pajarillo de Dios. El ministro de Presidencia, especie de ministro de sacristía, tenía que estar allí, no ya para presentar sus respetos institucionales y su lágrima seca de circunstancia, como una gota de cera de cirio, sino para aspirar todo ese incienso de magisterio y de misterio coreografiado que deja un papa ascendiendo al Cielo en un humilde cestillo, como Cantinflas en globo. Ya he dicho aquí que Pedro Sánchez iba para papa y me reafirmo en que el sanchismo aspira a iglesia y Bolaños aspira a llevar la palangana ceremonial para pies de todo eso. De ahí que lo hayamos visto pontificar sobre las buenas nuevas de Cataluña y sobre el CGPJ un poco ex cáthedra, un poco en italianini teologal y un poco mareado de santidad ahumada.
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