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Las anécdotas de los otros funerales de la realeza británica

El mundo se prepara para ver el lunes el que, seguramente, será el gran funeral del siglo, o al menos, de la primera mitad de él. El Reino Unido no ha visto nada parecido desde el funeral de Winston Churchill en 1965 (una de las contadísimas ocasiones en que el Reino Unido ha organizado un funeral de Estado para alguien de fuera de la familia real). El último funeral de Estado por un monarca fue en 1952, el de Jorge VI, padre de Isabel II.

Otro destacado fue el de la princesa Diana en 1997, que fue un funeral público de grandes dimensiones, pero que no fue de Estado porque la princesa de Gales ya no era miembro de la familia real (había perdido el tratamiento de Alteza Real tras su divorcio con Carlos). Aparte de estos dos, habría que irse al funeral del presidente Kennedy para recordar algo de la dimensión de lo que veremos el lunes en Londres. O, el del papa Juan Pablo II en el Vaticano (aunque no hubo una larga procesión de caballos y soldados).

Una ceremonia con antecedentes diversos

Los funerales de Estado de la realeza británica están muy marcados desde la era victoriana. Antes de la reina Victoria, todo hay que decirlo, los funerales de los reyes eran o muy extravagantes o estaban repletos de errores. Anécdotas, desde luego, hay a puñados.

Por ejemplo, cuando en 1547 murió Enrique VIII, el rey famoso por tener seis esposas y por romper con el Vaticano para poder divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, se organizó un desfile de una opulencia pocas veces vista. El monarca murió en el palacio de Whitehall y fue enterrado en el castillo de Windsor, donde se estaba construyendo una capilla exprofeso (pero no se acabó a tiempo). Para llevarlo de un lugar a otro –la distancia era de unos seis quilómetros y medio–, se necesitaron dos días. Más de mil aristócratas a caballo y centenares de personas a pie lo acompañaron. El ataúd –cubierto de un rico paño negro con bordados dorados y acompañado de centenares de velas– era portado en un gigantesco carromato tirado por ocho caballo dirigidos por niños pequeños.

Además de la cantidad de personas que formaban la procesión, la anécdota del día fue que, como los caminos estaban en muy mal estado, tuvieron que ser pavimentados a toda prisa para que el ataúd no se quedara atascado. Las calzadas tuvieron que ser ampliadas y centenares de árboles tuvieron que ser talados para hacer hueco.

Por cierto, a pesar de que Enrique no había tenido reparo alguno en romper con el papado y convertirse en la cabeza de la iglesia anglicana, ordenó antes de su muerte que en su funeral se oficiara una misa de réquiem en latín, típica del catolicismo.

El cuerpo de Isabel I «explotó»

La hija de Enrique VIII, Elizabeth the First, conocida en español como Isabel I, también tuvo su procesión, pero lo más destacado de su funeral fue que sus damas escucharon como el cuerpo «explotó» dentro del ataúd. Según se pudo saber, como el cadáver se estaba descomponiendo a gran velocidad, los gases que liberaba hicieron que se produjera una pequeña explosión.

Hay que tener en cuenta que se tardó un mes en enterrar a la reina. Por lo que se sabe, hasta el último momento no se pusieron de acuerdo en dónde oficiar la ceremonia, aunque finalmente se decidieron por un servicio religioso en la abadía de Westminster. Luego portaron el cuerpo a Windsor.

Jorge IV: una fiesta en vez de un funeral

A pesar de que tardaron bastante, al menos el día del funeral la gente se portó con mucho decoro. No sucedió lo mismo con Jorge VI. Cuando murió en Windsor, el 26 de junio de 1830, lo metieron en un ataúd hecho de caoba española y forrado de satén blanco. La capilla ardiente se instaló en uno de los salones de Windsor durante dos días. El funeral se ofició en la capilla de San Jorge: según las crónicas, hubo mucha gente que acudió de distintos puntos para decir adiós al rey, pero su comportamiento no fue lo que digamos muy decoroso y sobrio. Las crónicas de la época hablan de ambiente festivo, de personas hablando entre ellas como si fuera una fiesta más que un funeral.

Pero no serían los únicos que se dejarían llegar por la alegría. El propio Guillermo IV, nuevo rey de Inglaterra, estaba eufórico por haber llegado al trono y no disimuló ni un ápice su júbilo. Ni siquiera delante del ataúd.

El funeral de Victoria lo cambió todo

Los funerales reales siguieron siendo bastante caóticos hasta el de la reina Victoria. A pesar de que ella no había dejado nada establecido al respecto más allá de que quería que la vistieran de blanco y de que se implicara al máximo al ejército, su hijo y heredero, Eduardo VII, le diseñó unas exequias muy sofisticadas, un protocolo que luego se ha repetido, más o menos igual, en los siguientes funerales reales.

Victoria fue enterrada el 2 de febrero de 1901. Se sabe que, efectivamente, iba vestida de blanco y que la cubría el velo que había usado el día de su boda con el príncipe Alberto. Un traje y un mechón de pelo que había pertenecido a su marido se depositaron dentro, así como un retrato y también un mechón de John Brown, un sirviente escocés del que se decía que había estado muy enamorada –incluso se rumoreó que se habían casado en privado, aunque es falso–. Para que sus familiares no vieran los recuerdos de Brown, a quien muchos en la familia detestaban, unos criados se encargaron de cubrir su retrato con unas flores.

Por primera vez se usó un armón para trasladar el féretro de un monarca –y no un catafalco o una enorme carreta, como era la tradición–. También fue la primera vez que la procesión fue integrada básicamente por soldados y no por miembros de la aristocracia, como había sido la tradición hasta ese momento. Además, fue el primero en donde se usó un medio de transporte motorizado. Victoria murió en Osborne, en la isla de Wight, y su cuerpo se llevó en barco y en tren hasta Londres. Después de las exequias, otro tren llevó el ataúd desde la estación de Paddington hasta Windsor.

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