Tras haber sufrido aplastantes derrotas en la Segunda Guerra Mundial, y casi completamente devastadas por los feroces bombardeos aliados, Alemania y Japón recuperaron su poder económico en un período extraordinariamente corto, y en unas pocas décadas se colocaron a la cabeza de la economía mundial, sin la ayuda de las divisiones Panzer ni de la Luftwaffe, sin portaaviones ni kamikazes. Pero para cobrar conciencia de lo evidente, estos dos países tuvieron que aprender las lecciones de brutales derrotas militares.
El Gobierno soviético no tuvo que sufrir derrotas aplastantes en una gran guerra. La ocupación de Europa del Este, el mantenimiento de regímenes en países socialistas lejanos como Cuba o Vietnam o la guerra de Afganistán no pudieron evitar la pérdida de influencia soviética en el mundo y el colapso del sistema económico soviético. A diferencia de lo que ocurría con Alemania o Japón, el poder militar soviético no era garantía de dominio político y económico, y sólo creaba una apariencia de omnipotencia, de tener músculo de superpotencia. En 1991, el PCUS abandonó el poder con la misma facilidad con la que lo había tomado en 1917. El peso político soviético en Europa, basado en la presencia y el poderío militar, acabó con una aplastante derrota de la URSS, comparable a la de Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial.
En 2014, los rusos se habían convertido en turistas ricos, asociados al dinero más que a los kaláshnikov
Parecía que al igual que Alemania y Japón, Rusia había aprendido la lección de esta derrota. Tras un decenio de inestabilidad, de 1991 a 2000, Rusia apareció ante el mundo como una potencia económica de primer orden cuya fuerza ya no se definía por sus divisiones de tanques ni por el número de ojivas que apuntaban a Europa occidental y Estados Unidos, sino por el petróleo, el gas y otras materias primas que suministraba al mundo. Resultó que influir económicamente era más eficaz y más barato que someterse a la presión militar. En 2014, los rusos se habían convertido en turistas ricos, asociados al dinero más que a los kaláshnikov; no eran agresores ni ocupantes, sino clientes rentables, compradores, inversores que gastaban el dinero que obtenían de los suministros rusos de materias primas.
Sin embargo, en su horizonte no faltaban nubarrones. El principal problema de Rusia era la falta de democracia. Los años de Yeltsin trajeron a Rusia una economía de mercado y libertad, pero ninguna institución verdaderamente democrática que garantizara las libertades civiles de la sociedad, un poder judicial independiente e incorruptible y unas fuerzas del orden que protegieran a sus ciudadanos. No sin la ayuda del propio Yeltsin, comprometido por las dos guerras de Chechenia y los escándalos de corrupción, un antiguo oficial del KGB llegó al poder en Rusia. El senil Yeltsin le entregó las riendas del poder, al igual que el senil Hindenburg entregó la cancillería de Alemania a Hitler.
Una vez en el poder, Putin dejó de tener en cuenta la opinión del pueblo y lo privó de opinar sobre cuestiones relativas a la gobernanza del país y a la política exterior e interior del Estado. El nivel de desapego de los votantes con respecto a los dirigentes del Kremlin, la gran mayoría de los cuales eran antiguos oficiales del KGB, ya se tornó absoluto. La opinión de los ciudadanos dejó de importarle a Putin, ya que las elecciones estaban manipuladas y los medios de comunicación, sometidos completamente al Estado. El Parlamento, los tribunales rusos y los organismos de seguridad, tanto centrales como locales, estaban subordinados exclusivamente al Kremlin.
Liberados de la obligación de rendir cuentas al pueblo, los dirigentes rusos, criados entre los muros del KGB, volvieron a los viejos principios soviéticos de la presión militar. En 1999, el ejército ruso invadió Chechenia por segunda vez. En agosto de 2008, las tropas rusas cruzaron la frontera estatal e invadieron Georgia. Para la invasión se utilizó una técnica muy similar a la de Hitler: se dijo defender los intereses de los conciudadanos que vivían fuera del imperio. Así defendió Hitler los derechos de los alemanes en Austria, los Sudetes y Danzig. El Gobierno ruso defendió de igual modo los derechos de los ciudadanos rusos en Abjasia y Osetia del Sur.
El riesgo de invasión militar para todos los países fronterizos con Rusia se convirtió en una realidad absoluta
Para Rusia, aquella era la primera vez desde 1991 que el ejército ruso se utilizaba impunemente para el expansionismo exterior. Esto sentó un peligroso precedente, y a medida que la situación económica de Rusia mejoraba, en lugar de desaparecer, la tentación del Gobierno ruso de utilizar el ejército contra adversarios débiles fue aumentando. El riesgo de invasión militar para todos los países fronterizos con Rusia se convirtió en una realidad absoluta.
A diferencia de la clásica intervención militar que el mundo presenció en 2008, cuando las tropas rusas invadieron Georgia, en Ucrania los dirigentes rusos combinaron las operaciones militares con la presión económica. Resulta algo insólito (y cínico) que la ocupación rusa de Ucrania se combine con la exigencia simultánea de que Ucrania pague miles de millones de dólares a Rusia por los suministros pasados, presentes y futuros de gas ruso a las partes de Ucrania aún no ocupadas. De hecho, también a las ocupadas, porque también se suministró gas ruso a Crimea, a las provincias de Donetsk y Lugansk.
Está claro que el Gobierno ucraniano tenía gran culpa de la adopción de estas absurdas reglas de juego. Todavía se negaba a darse cuenta (y a explicar a la población) de que Rusia le había declarado la guerra a Ucrania, que las indignadas lamentaciones de Kiev sobre los «traicioneros» ataques de los «terroristas» a las unidades ucranianas rozaban el límite de la ingenuidad, que las negociaciones sobre las nuevas condiciones de los suministros de gas eran una maniobra de distracción de los dirigentes rusos, que con un pretexto u otro, en un futuro próximo, los suministros de gas ruso a Ucrania terminarían de todos modos, y en esta situación convenía plantear la cuestión de otra manera. A saber, presentando a los dirigentes rusos una factura por las acciones militares y, en particular, por la anexión de Crimea. Hasta que el Kremlin pagara esta factura y Crimea fuera devuelta a Ucrania, todas las conversaciones sobre las deudas pasadas de Ucrania y los pagos futuros a Rusia, incluidos los suministros de gas, debieron ser consideradas prematuras.
Es bien sabido que nunca se puede apaciguar a un agresor, y el ejemplo clásico de ello son los Acuerdos de Múnich de 1938. Es bien sabido también que como lo demuestra toda la historia del mundo hay que resistir las agresiones, porque no hay otra salida. Se sabe que las «pequeñas guerras victoriosas» suelen ser guerras grandes, no siempre victoriosas y que cuestan un gran número de vidas humanas. Si los gobernantes y los comandantes hubieran sabido de antemano cómo iba a terminar una guerra, no se habría iniciado ninguna.
Si es obvio que no se puede apaciguar al agresor, menos aún se le debe pagar un tributo por la ocupación
También sabemos que las dos últimas guerras más grandes de la historia de la humanidad, las de 1914 y 1939, no recibieron hasta mucho después de haber comenzado el nombre de «mundiales» y sus números de serie de Primera y Segunda. Cuando Hitler ocupó y anexionó Austria en marzo de 1938, nadie pensó que este hecho fuera el precursor de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, un año y medio después, en septiembre de 1939, comenzó la guerra, aunque nadie, ni siquiera Hitler, quería una gran guerra, excepto Stalin.
Si es obvio que no se puede apaciguar al agresor, menos aún se le debe pagar un tributo por la ocupación. En la antigüedad, a cambio del tributo recibido, los agresores dejaban en paz a la víctima conquistada: un pueblo, una ciudad o incluso un país entero. Hoy en día, hay algunos casos en los que se paga tributo. Por ejemplo, Putin le paga un tributo al presidente de la República de Chechenia, Ramzán Kadyrov.
En el siglo XX, tributo dejó de ser una palabra común en las relaciones entre Estados. Aparecieron palabras más modernas, como reparaciones y contribuciones. Pero en ambos casos, se trata de sumas que se pagan al vencedor tras el fin de las hostilidades y la firma de la paz. Jamás se pagaron en medio de la guerra, porque ¿quién en su sano juicio pagaría dinero al agresor para que continuara la guerra hasta que se firmara la paz? Hay que admitir que habría sido extraño que después de la anexión de los Sudetes en septiembre de 1938, en algún lugar de Bruselas el Gobierno checoslovaco negociara con el Gobierno alemán el pago por los raíles comprados antes del inicio de hostilidades, y que Alemania declarara que a partir de ese momento sólo vendería raíles a Checoslovaquia contra el pago por adelantado y a un precio dos veces superior. O que Alemania, que ocupó el norte de Francia en 1940, hubiera exigido a la Francia meridional no ocupada el pago del metal vendido a Francia en los años anteriores. Todo eso habría parecido un completo disparate. Ni siquiera a Hitler se le habría ocurrido algo semejante.
Sin embargo, en 2014 se hizo realidad lo que en 1938 o 1940 parecía un disparate y no se le pasó por la cabeza a Hitler, porque a Putin sí se le ocurrió. Rusia, que había ocupado Crimea y partes del este de Ucrania y continuaba haciendo la guerra contra Ucrania, exigió que Ucrania le pagara miles de millones de dólares por el suministro de gas, un gas que hacía tiempo Rusia había dejado de suministrar a Ucrania.
Al principio todo parecía una estratagema propagandística del Gobierno ruso, que intentaba reducir la guerra ruso-ucraniana a un conflicto económico por el gas. Pero para total pasmo, el 30 de mayo de 2014 Ucrania le pagó a Rusia 786 millones de dólares en concepto de atrasos. Por supuesto, eso no logró que Rusia continuara suministrándole gas. Con todo, la deuda no disminuyó mucho, y en general no tiene sentido discutirla, porque Rusia ha puesto a Ucrania en tal situación que esa deuda no se puede pagar. La única solución es la rendición, la renuncia a todos los «negocios»; es decir, a toda Ucrania, y la retirada de Rusia, si se lograra, que no parece algo muy probable.
Tras recibir los 786 millones de dólares, Rusia continuó con centrando tropas en la frontera con Ucrania. En concreto, trasladó equipos y unidades especiales adicionales del GRU y el FSB a las zonas del este de Ucrania controladas por los «separatistas» prorrusos, derribó una docena de helicópteros y aviones de las fuerzas armadas ucranianas, hizo prisioneros a varios militares ucranianos y derribó un avión civil de las líneas aéreas de Malasia en el que (¡vaya mala suerte!) no viajaba ni un solo ucraniano… ¡Cuánto rédito sacado de los 786 millones pagados como tributo! Los muertos ya se empezaban a contar por centenares. Pero la guerra es la guerra, ¿qué se le va a hacer?
El 21 de julio, el ministro ucraniano de Finanzas, Aleksandr Shlapak, declaró que la operación antiterrorista (ATO) en el este requería un gasto de 1.500 millones de grivnas al mes, mientras que «en el fondo de reserva sólo quedan unos 520 millones de grivnas». El 24 de julio, el ministro declaró que el dinero sólo alcanzaba hasta el 1 de agosto. El 22 de julio, el Parlamento ucraniano aprobó el decreto del presidente Petró Poroshenko sobre la movilización parcial. El 25 de julio, el Gobierno ucraniano anunció su intención de introducir un impuesto militar sobre los salarios del 1,5 por ciento para financiar la ATO hasta finales de año. El viceministro de Finanzas de Ucrania, Volodímir Matviychuk, dijo entonces: «De esta manera podemos obtener unos 2.900 millones de grivnas para ayudar al equilibrio presupuestario general».
La primera vez que se usó el tributo a las víctimas fue en España, cuando el Gobierno soviético se llevó la reserva de oro española y nunca la devolvió, alegando que el oro había sido confiscado para cubrir los gastos de la URSS en la Guerra Civil española
Hay que aclarar que al cambio de 11,8 grivnas por dólar, 1.000 millones de grivnas de aquellos días eran aproximadamente 85 millones de dólares, y los 786 millones de dólares pagados por Ucrania a Rusia ascendían a más de 9.000 millones de grivnas. En otras palabras, que si no se le hubiera pagado a Rusia el tributo de 786 millones de dólares y destinado esos 9.000 millones de grivnas a combatir al agresor, se pudo haber evitado imponer un «impuesto de guerra» que sólo alcanzaba a cubrir las necesidades de dos meses de la operación en el este del país. Dado el coste de 1.500 millones al mes que tenía la operación, esos 9.000 millones de grivnas habrían sido suficientes para seis meses de lucha.
En cambio, Ucrania pagó a Rusia 786 millones de dólares, privándose así de dinero para su defensa, y lo que es peor, transfirió esos 786 millones de dólares al presupuesto ruso para la guerra. Así, el saldo general en el gasto de rusos y ucranianos en la guerra fue de 1.572 millones de dólares a favor de Rusia. ¿Con qué dinero suministró Rusia el sistema Buk a los «separatistas» para derribar el avión malasio? Pues con esos 786 millones de dólares.
El 24 de julio, el ministro ucraniano de Energía e Industria del Carbón, Yuri Prodan, llegó a Bruselas para celebrar consultas con el comisario de Energía de la Unión Europea, Gunther Oettinger. Allí Prodan declaró que Ucrania estaba dispuesta a reanudar las negociaciones con Rusia y la Comisión Europea sobre el suministro de gas. «Estamos dispuestos a continuar estas consultas y negociaciones en cualquier momento», dijo. Al mismo tiempo, Rusia insistió en que Ucrania pagara los atrasos por el gas suministrado anteriormente.
Según el jefe de Gazprom, Alekséi Miller, esta cantidad ascendía a 5.296 millones de dólares. Es fácil calcular el uso que se le podría haber dado a este dinero si no se le devolvía a Rusia. Por ejemplo, se podría pagar una indemnización de un millón de dólares por cada pasajero muerto del avión malasio derribado y por cada soldado y civil ucraniano muerto. Ese dinero daba para pagar a 5.000 víctimas. O se podía haber continuado con la operación antiterrorista al coste de 1.500 millones de grivnas al mes. En ese caso, el dinero habría sido suficiente para tres años de lucha.
Cabe señalar aquí que esto de cobrar tributo a las víctimas no es algo que haya inventado Putin. Este esquema ya fue utilizado por Stalin al menos en dos ocasiones. La primera vez fue en España, cuando el Gobierno soviético se llevó la reserva de oro española y nunca la devolvió, alegando que el oro había sido confiscado para cubrir los gastos de la URSS en la Guerra Civil española, y, en particular, por el suministro de armamento al Gobierno republicano. La segunda ocasión en la que Stalin obligó a la víctima a pagar por la ocupación fue en 1940, cuando el Ejército Rojo entró en Besarabia y el norte de Bucovina. El hecho es que cuando Rumanía ocupó Besarabia en 1918, el Gobierno soviético se incautó de la reserva de oro rumana, noventa y dos toneladas de oro que habían sido enviadas a Rusia en 1916-1917 para su depósito. En 1940, como parte de los acuerdos entre Stalin y Hitler, Besarabia y el norte de Bucovina fueron ocupados por el Ejército Rojo y anexionados a la URSS. Pero alegando que habían sido confiscadas como pago por la explotación de Besarabia entre 1918 y 1940, Stalin se negó a devolver las reservas de oro de Rumanía.
Extracto del libro ‘Ucrania. La primera batalla de la Tercera Guerra Mundial’, publicado en España por Deusto. Los autores son Yuri Felshtinsky y Mikhail Stanchev.
Yuri Felshtinsky es experto en el servicio secreto ruso. Tiene un acceso privilegiado a los disidentes y desertores rusos. Fue el impulsor de un proyecto para descifrar y publicar las famosas “cintas de Kuchma” sobre la participación del presidente ucraniano Kuchma en el brutal asesinato de un periodista crítico. En 1978 emigró a Estados Unidos y continuó sus estudios de historia en la Universidad de Brandeis y la Universidad de Rutgers, donde realizó su doctorado. Volvió a Moscú y se convirtió en el primer ciudadano estadounidense en recibir un doctorado en el país. Es autor de multitud de monográficos académicos y coautor de Blowing Up Russia: The Secret Plot to Bring back KGB Terror (Gibson Square, 2007), en el que relató junto a Alexander Litvinenko el envenenamiento de dicho coronel de la KGB. También ha escrito The Age of Assassins: How Putin Poisons Elections (Gibson Square, 2008).
Mikhail Stanchev es asesor del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ucrania. Es profesor de Historia y Jefe del Departamento de Historia en la Universidad Nacional Vasili Karazin de Járkov. Es también académico de la Academia Búlgara de las Ciencias y ha enseñado en las universidades de Sebastopol. Asimismo, ha impartido clases en universidades de Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Japón y Bulgaria. Ha sido el director del Departamento de Relaciones Internacionales del Ayuntamiento de Járkov y de la Región de Járkov. Desde 2003 ha representado a la multinacional de inversión americana Sigma Bleyzer en los Balcanes. Es autor de 17 libros y 250 artículos académicos.