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Ciudadano Caín

Con tan sólo 24 años, Orson Welles dirigió y protagonizó esa fábula irrepetible sobre el poder, el paso del tiempo y el contubernio entre política y negocios que es Ciudadano Kane. Ni antes ni después en la historia de Hollywood, ningún director novato tendría un control tan completo de un proyecto importante ni dispondría de tales medios y libertad para impulsarlo, ni de esa oportunidad de jugar, entre mayores, con «el tren eléctrico más grande que jamás haya tenido un niño», frase que apuntó, con no poca razón, un importante directivo de los estudios de cine californianos.

Tampoco hubo entonces otro director novato que pudiese llegar a Hollywood con la ingenuidad, la obstinación y la arrogancia de Welles, en un momento propicio para los experimentos y las novedades civilizatorias, algo así como le pasó, también, sin tanta épica ni legado aparente, a Albert Rivera y su Ciudadanos, el partido de la ciudadanía.

Fue Ciudadanos un partido de señores que se vestían, tenaces, como sus hijos adolescentes, con esos coloridos polos con números y letras gigantes como de luminoso de la Gran Vía, que cuando uno los veía juntos creía participar, acaso, de un happening alfanumérico o de unas olimpiadas de matemáticas a escala urbana, en tela de piqué y cuello subido.

De pulsión acomodaticia y veleta, a los mítines de Ciudadanos se iba, por si acaso, con la chaqueta reversible, cargado de liberalismo y tarjetas del bufete, del gastrobar y de la tienda de animales o exhibiendo referencias como community manager o mentor de emprendedores, pues fue un partido que pronto abandonó la calle, el zurrón y la sandalia para enredarse en esa niebla petulante y superficial de lo digital, abrazando aquel falaz axioma político que hizo fortuna entre los cuadros naranjas, el de las sedes a las redes, que hoy practican, -puro estertor de ahogado- los pocos candidatos supérstites del naufragio naranja.  

Fue aquella facción política ciudadana una sublimación contemporánea del hipocorístico y del diminutivo familiar: frente a la estirpe de apellidos compuestos, de gentilicios con guiones que exhibía el lado conservador del arco parlamentario, en Ciudadanos medraron los Adris, los Curros, las Begos, los Nachos y los Nenes, poniendo fraternidad, cañitas y trato cómplice en unas sedes de partido en las que durante un tiempo -no hace tanto- se mezclaron sin tasa los miembros de las AMPAS de los colegios concertados con los teóricos de la gestación subrogada o los del outsourcing, bien acompañados por una legión de bronceados monitores de spinning con brazos como un queso de bola que se ofrecían -ad astra per aspera – para concejalías de cultura, patronatos de vivienda y planes estratégicos autonómicos.

A decir verdad, no fue siempre así. Ser de Ciudadanos en la Cataluña fea y bronca de los dosmiles, era, seguro, un acto de valentía frente al mainstream de los rabiosos fundadores de Estados y los incendiarios de contenedores y civilizaciones, un episodio de servicios rendidos a la democracia de aquellos que sólo se pagan con medallas y ferretería institucional y aun, con reseñas ilustradas en los desleídos manuales de Historia de la ESO.

Más tarde, cuando empezó a destilarse el aroma embriagador de las tribunas y el de las ambrosías del poder, cuando se acuñó lo de las geometrías variables y estalló el amor del IBEX a las siglas anaranjadas y cuando Albert e Inés, y por debajo, toda la orla de subalternos, convirtieron la resistencia ciudadana en pura experiencia de usuario y en un ejercicio deportivo de la política, grácil y efectista, la cosa empezó a joderse, como el Perú de Zavalita, heterónimo del genial literato y también liberal Mario Vargas Llosa.

Aquel desfile de Malús o la ñoñería del perrito Lucas, terminó expulsando del imaginario colectivo el relato del labio apretado, del gesto incómodo y valiente de los Concejales de la Línea Maginot catalana y dio paso a mucha ceremonia de merchandising, de photocall y al desembarco inopinado de las camisas slim fit, del sentido común y del colorín, dando razón a quienes como aquel Juan Ramón Jiménez, cuando le preguntaron sobre Valle-Inclán, decían que el partido parecía una lámpara con más humo que llama.

A Ciudadanos llegaron primero, con aparato de bronca, república de las letras y maleta de adoquines bajo el brazo, los boadellas, los girautas y los arcadis aunque luego, con el pasar del tiempo, con la fatiga de materiales y la empachosa deriva de unicornios, nubes de algodón y mensajitos de management en tazas, el patio se quedó para los De Quinto, sexto y séptimo de primaria, y el partido devaluó su caudal político en una sublimación de convencionalismos ideológicos y lugares comunes en terracitas y columnas, poniendo de manifiesto que siempre es mejor contar en los momentos fundantes de las organizaciones con el oficio y la paciencia de los buenos encofradores que con las prisas, los afeites y el pintoresco postín de los decoradores de interiores.

Fue Ciudadanos una formación cuyo naranja refulgía en las avenidas principales de los municipios, allí donde otros permanecían escondidos, aguardando la instrucción de sumarios y causas, en una España de sobresaltos y losas reputacionales que algunos convirtieron en convenientes saetas partidistas y que luego, más pronto que tarde, no dudaron en abandonar, pues comprendieron que el mal humor como lema partidista, que la melancolía y la tristeza militante no ganan elecciones.

Quiso ser Ciudadanos un partido de co-working y de co-living, un enredo de gentes que exhibían marbete de resiliencia, de hibridación, de co-creación y todos esos co- que ahora pueblan los bulevares de las ciudades y las embusteras hojas de vida digital en Linkedin y que sirven -ay-, para maquillar y esconder carreras profesionales romas, precariedad laboral y vergüenzas de directivos en banco corrido y zoom con auriculares.

Fue el naranja un partido de creencias, más que de ideologías (acaso no menos que otros), unas siglas atrápalo-todo que hicieron fortuna en un momento en el que todo iba a refundarse – desde el capitalismo hasta la tortilla de patatas en forma de espumas y esferificaciones de huevo deshidratado- y a las que a la pura conveniencia de presentarse como formación geográficamente centrada, como un Cerro de los Ángeles de la política patria, se unió esa coyuntura nacional que los señaló como tercera vía o síntesis perfecta de contrarios ideológicos.

De aquello derivaron las que acaso sean sus dos manifiestas virtudes teologales: la de ejercer un tiempo como contrapunto útil y fiel de la balanza del poder partidista y la de regalarnos buenos momentos parlamentarios, aunque los naranjas, como los verdes fosforito ahora o las Yolandas de futuro, nunca practicaran el manierismo ideológico ni la filigrana política en unas Cortes en las que impera el monólogo autorreferencial y los discursos urdidos con hallazgos y argumentos de todo a cien.

Entre estas creencias fundantes de Ciudadanos, algunas erróneas: la primera, la de ser un partido. El naranja fue, acaso, entonces, un movimiento rumboso de gente, un trasvase de aguas desde los cursos bajos de la política de partidos, desde esos negros efluentes y el olor a cuco y podredumbre de las sentinas y los desagües de las dos grandes formaciones del país hacia la promesa vítrea de un estanque renacido de aguas claras, que lavase las vergüenzas de una vida pública de turbios, sinvergüenzas y aprovechados.

La segunda: la del regeneracionismo como motor inmóvil de la organización, pues, como a su manera les pasó a los de la Iglesia de Iglesias, quisieron los de Ciudadanos ser Joaquín Costa pero se quedaron, acaso, en blogueros rasos y en contribuyentes de tertulias de sábado y abajo-firmantes de manifiestos de ‘Hay Derecho’.

La tercera: vivió Ciudadanos siempre con un demos prestado, con unos cuadros esquivos enredados en los trimestres del IVA y las miserias del autónomo, una militancia con mucho lío polifónico en el despacho, la tienda y el club de running, gentes sometidas a un proceso de pirólisis permanente, incapaces de sostener una marca, una franquicia política sin antenas territoriales ni militantes de base verdaderamente necesitados, con la política como sustento único y razón nutritiva de vida.

Fue aquél un partido de profesionales que hizo profesión de fe en torneos de pádel y las carreras populares y que olvidó que en política todo empieza y termina en los barrios y arrabales, en la grasa y el abrazo de las sardinadas, en las reuniones de la parroquia y junta vecinal y en el grupo de los scouts, en un tránsito y desgaste de sandalias y combustible que pareció, ya de partida, incompatible con una forma de entender y vivir la política. Un partido que se llenó de jugones, de delanteros y gráciles rematadores en el área pero que descuidó el poder y la influencia mefítica de los utilleros y la auctoritas ganada de los delegados de campo, con quienes no quisieron o supieron mezclarse.

La cuarta y coda: la ininteligible prisa por salir a trompicones de Cataluña, poniendo en almoneda su impagable actitud roqueña y el capital de resistencia sobre el que fundaron su prestigio y la simiente de su futuro. Fue aquella una operación de mudanza forzosa que tal y como apunta mi amigo Nacho P., con original retranca atlántica, se urdió mediante esa extraordinaria pinza de halago que les preparó el pequeño Madrid del Gran Poder, ese atrio marmóreo presidido por los Aznar, los Pastranas, Uribes, los Freis y todos los bustos políticos y liberales cesantes que orbitan alrededor de los Institutos y los Think Tanks conservadores de la capital y que supieron deslumbrar y neutralizar con su arrumaco institucional y su lisonja envenenada de futuro a su líder, ese joven Orson Welles barcelonés que pronto cayó en la trampa pegajosa del elogio de los ex-mandatarios.

Albert, un yerno perfecto al que después de los carteles electorales en pelota vistieron con la túnica alba e inconsútil del elegido y al que recomendaron practicar la paciencia y el tai-chi antes del inevitable sorpasso, aunque nadie se preocupara de recordarle, perdido en el Olimpo capitalino como andaba, aquello que apuntó Andreotti, de que el poder desgasta, sobre todo al que no lo tiene.

Hoy todo es grisura. Mientras la formación se abandona al tirón de Ana y los 7 y se aferra a opinables perchas electorales como la de gestación subrogada, – que es casi como un meta-relato de su propia concepción y síntesis como partido liberal, gestado con los aportes seminales de la derecha en un cuerpo anónimo de progresistas y con dinero de por medio- el tiempo y los diarios oficiales han dictado su ley y Ciudadanos es ya, por seguir con el inagotable yacimiento de citas del Divo Andreotti, un partido póstumo de sí mismo.

Se anuncia su funeral y se programan y organizan las exequias, primero demoscópicas, y luego, la muerte administrativa en mayo, que es también una forma de ganar la eternidad de los archivos y los anaqueles.  Mientras tanto, se hace duro ver el trajín de garrotazos entre hermanos, entre esos Caín y Abel que echaron los dientes de leche en política juntos. Ciudadano Kane tuvo su Rosebud. Rivera nos dejó materiales para La Gran Evasión, aunque esa es otra película.

Que acabe pronto. Todo mi respeto a lo que fue Ciudadanos.

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