En el pequeño apartamento que Artem Chapaev ha alquilado en el Albaicín, el barrio granadino donde late aún el legado morisco, una colorida pancarta preside la estancia que hace las veces de comedor y cocina. “Amor. No a la guerra”, reza el rótulo con la bandera arcoiris superpuesta a la ucraniana. “Es de la marcha del orgullo gay a la que asistimos aquí”, dice este activista de derechos humanos que ha optado por establecerse junto a su pareja Anatolii en la ciudad andaluza, lejos del ruido y la furia que -a su juicio- dominan hoy su país, Rusia.
“La mayor parte de los que escaparon de Viena en 1938 nunca regresó. Muy pocos, menos del 5 por ciento de los judíos de la ciudad, volvió tras la guerra”, replica Artem, de nacionalidad rusa y raíces judías cuando se le interroga por la posibilidad del retorno. Más de siete décadas después, este disidente -refugiado entre las callejuelas empinadas del barrio nazarí- encuentra similitudes entre el éxodo que provocó la II Guerra Mundial y el que está dejando el mayor conflicto en suelo europeo desde entonces. Al menos un millón de compatriotas rusos ha viajado a países de la Unión Europea desde el inicio de la contienda en febrero, en mitad de las crecientes sanciones occidentales y una feroz represión interna. Las autoridades rusas elevan la cifra de ciudadanos que han abandonado el país hasta los 3,8 millones.
No quiero vivir rodeado de una sociedad que te hace sentir en territorio enemigo y que te odia y te ataca. Durante años me sentí un combatiente de la resistencia
“No quiero volver. No quiero vivir rodeado de una sociedad que te hace sentir en territorio enemigo y que te odia y te ataca por tu orientación sexual o tu posición política. Durante años me sentí un combatiente de la resistencia”, desliza Artem, de 43 años. En 2008, preocupado por la deriva del país, dejó un cotizado empleo en el departamento de marketing de una franquicia rusa de restaurantes para volcarse en el activismo.
“Me he dedicado desde entonces a la defensa de los derechos del colectivo LGTB y de una política en materia de drogas que ofrezca terapias de rehabilitación y no criminalice a los drogadictos”, detalla. Trabajó en la fundación de George Soros, prohibida desde 2015, y brevemente en Amnistía Internacional. Hoy ejerce como editor en The Insider, uno de los medios de comunicación más populares entre la castigada oposición rusa.
“Opté por dejar atrás mi vida en una gran compañía rusa porque quería cambiar la situación en mi país. Las cárceles rusas están llenas de drogodependientes porque es uno de los países con leyes más restrictivas del planeta. Incluso China o la vecina Bielorrusia tienen tratamientos que están prohibidos en Rusia”, denuncia Artem. Cuando su propia labor se convirtió en blanco de las autoridades, optó por hacer las maletas y abandonar Moscú. Desde hace cuatro años ha viajado por el Mediterráneo, completamente errante. De Turquía a Grecia o España, como un “nómada digital”, trabajando a distancia. El inicio de la invasión rusa de Ucrania les alcanzó en Granada, donde han resuelto residir de manera permanente.
Escapar de Rusia
“Si no hubiera sido por mi trabajo, hubiera emigrado mucho antes, hace incluso 15 años. Decidí quedarme en Rusia porque fui testigo de la catástrofe humanitaria que se estaba produciendo, pero no lo siento como un hogar sino más bien como un lugar de trabajo”, reflexiona Artem, que compagina su trabajo social con la redacción de guías de viaje para el mercado ruso, hoy reducido a los que han abrazado la diáspora.
“Desde hace dos décadas en mi país se ha producido una estigmatización sistemática de la comunidad gay por parte de los medios de comunicación públicos. No era ese el clima a principios de la década de 2000. Ha habido una campaña para degradarnos, como si los homosexuales no fuéramos seres humanos. Se ha lanzado el mensaje de que se nos puede atacar gratuitamente porque la policía no reacciona a esta violencia. Si uno propina una paliza o roba a un gay, no pasa nada porque la víctima no acudirá a la policía. Los agentes serán los primeros en golpearte”, advierte. Y Anatolii, de 27 años, asiente: “Mis padres no saben de mi orientación sexual. Mi madre ha consumido durante años la propaganda estatal y en cierta ocasión me dijo que los homosexuales eran el demonio. Esa es la imagen que se proyecta de nosotros”, murmura.
“La principal razón para esta situación es que no existe una comunidad importante e influyente LGTB en el país. Por ejemplo, no hay antisemitismo ni ataques orquestados por el Estado porque los judíos rusos gozan aún de cierta influencia”, subraya el activista. “Y la represión hacia la disidencia empeora a diario porque la maquinaria no ha dejado de crecer. Hoy la mayoría de la oposición y los periodistas independientes han dejado el país. No existe una disidencia interna”, comenta. Según estimaciones de varias ONG locales, en los últimos seis meses se han producido más de 16.000 arrestos relacionados con la participación en manifestaciones contra la escalada militar. Los tribunales han iniciado hasta 4.000 casos administrativos por supuestos ataques a las fuerzas armadas.
La represión se está haciendo cada vez más salvaje
“¿Qué país en el mundo te envía a prisión o te multa por defender la paz o expresar tu oposición a la guerra?”, se pregunta Artem. “La represión se está haciendo cada vez más salvaje”, agrega. Una persecución que, considera, “puede abrir los ojos” a algunos de sus compatriotas. “La sociedad rusa no siente nostalgia del pasado porque, en realidad, su vida no ha cambiado significativamente. Siguen viviendo la vida que acostumbraban a vivir antes de febrero aunque resulta cada vez más insostenible. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero ellos viven una realidad irreal. Uno se siente terriblemente aislado cuando se da cuenta de lo que sucede en el mundo exterior y ve que todos los que le rodean se dedican a vivir y a sonreír”.
“Es como vivir en la burbuja que fue Berlín en la década de 1930. Los judíos estaban siendo erradicados pero todos los demás celebraban su eliminación”, evoca. Un futuro sombrío para el que existen pocas escapatorias. Cada vez menos. La semana pasada los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europa acordaron suspender el acuerdo de visados con Moscú, complicando en la práctica la entrada de nacionales rusos a los estados miembros.
Como otros tantos rusos que se han establecido en España, Artem accedió con un visado turístico, ya expirado, y ha solicitado ahora el asilo en base a su activismo y su orientación sexual. Un largo y azaroso proceso burocrático le espera por delante. “Hasta que no exista un mecanismo para otorgar visados humanitarios a personas LGTB en peligro, el visado de turista es la principal y la única vía para escapar de Rusia”, subraya. “Los políticos europeos deben ser conscientes de que hay que permitir que los disidentes puedan huir de Rusia”, recalca.
Este miércoles Lituania, Letonia y Estonia pactaron restringir la entrada de ciudadanos rusos procedentes de Rusia y Bielorrusia a partir de mediados de este mes, con la excepción de aquellos que viajen por razones humanitarias o familiares o trabajen como transportistas y diplomáticos. «Europa no debe cerrar las puertas a los rusos que huyen», suplica.
La Rusia de hoy es como vivir en la burbuja que fue Berlín en la década de 1930. Los judíos estaban siendo erradicados pero todos los demás celebraban su eliminación
Un futuro sombrío
Artem no guarda grandes esperanzas en el futuro próximo. “Putin terminará muriendo, de un modo u otro, pero no veo ningún indicador optimista porque la sociedad en general es muy corrupta. No solo la élite política o económica, también el pueblo llano, sometido a un bombardeo de propaganda escandaloso”, pronostica. “El principal motivo es que la sociedad rusa es muy pobre. Fuera de Moscú y San Petersburgo, la vida es miserable y sin ninguna perspectiva de porvenir. La mayoría de las ciudades rusas son invivibles. Se ha propagado la imagen de los oligarcas pero no es real. Son apenas unos cuantos. No sé por qué resulta tan seductora en Occidente”, añade.
Fuera de Moscú y San Petersburgo, la vida es miserable y sin ninguna perspectiva de porvenir
“Esa sociedad corrompida es parte del legado de Putin”. Ni siquiera una derrota rusa en el campo de batalla, precisa, podrá cambiar el rumbo de los acontecimientos. “¿Qué derrota se producirá? ¿Una derrota a la alemana, con un Plan Marshall y una ocupación? Sería positivo porque los países donde ha gobernado el fascismo necesitan este tipo de soluciones por algún tiempo, pero no creo que suceda porque Putin tiene la bomba atómica”, replica quien ha convertido Granada en su refugio en mitad de la guerra.
“Es una ciudad hermosa y un lugar perfecto para vivir”, reconoce mientras proporcionar algunas pinceladas de su biografía. Su historia familiar parece estar condenada al éxodo. “Mi abuela nació en Ucrania y fue deportada cuando Hitler invadió el país. Acabó en Moscú donde conoció a mi abuelo”, rememora. “Nuestro plan es quedarnos aquí durante los años venideros. Regresar a Rusia no entra en ninguno de nuestros cálculos”.