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Lana del Rey, de princesa glacial del pop la gran cronista de EEUU

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La “diosa autoinvocada” de la canción es una de las grandes cronistas de su país, defiende un nuevo libro de Luis Boullosa

Lana del Rey.
Lana del Rey.Mat HaywardGetty

En las nieves perpetuas de las listas de ventas reinan algunos ídolos precocinados y otros, no demasiados, con cosas que contar. Después está Lana. Lana del Rey (Nueva York, 1985), por supuesto. La hija de buena familia neoyorquina, icono torturado, lynchiano y pop, princesa glacial a la que la crítica indie acusaba de sadomasoquismo impostado hasta que arrodilló a los incrédulos con una ráfaga de obras tremendas. A partir de Norman fucking Rockwell (2019), Chemtrails over the Country Club (2021) y Blue banisters (2021) ya no hubo más remedio que aparcar los prejuicios sobre el supuesto victimismo de cartón piedra y emborracharse hasta la náusea más golosa con el azúcar fluorescente que imanta sus canciones.

Porque estamos ante una de las grandes cronistas de su generación, con sus historias de bebedores despechados y amantes rajados, sus anhelos de libertad y sus camas deshechas, sus camareras más allá de las postales y sus bares de carretera. Una creación propia, capaz de construir su tradición a partir de transfusiones cinematográficas y tristeza teatralizada, que opera como esponja y bebe en el torrente literario y humano del país que ama y tritura.

Postrado ante la diva, mitad Lana Turner mitad gemela univitelina de Leonard Cohen, con el que Lana comparte la mirada depredadora y cuasisagrada sobre el sexo, el escritor, músico y periodista Luis Boullosa (Madrid, 1975) le acaba de dedicar un libro poliédrico, Diez maneras de amar a Lana del rey, una investigación pop (Liburuak, 2022). Un texto susurrado y omnívoro, para aprehender qué cosa es América a partir de la habilidad de la autora de Ultraviolence para esculpir unos discos extrañamente conceptuales, dotados de una reverberación que bebe de Raymond Carver y Bruce Springsteen, de John Cheever y Wanda Jackson, de Harper Lee y de Jerry Lee Lewis, de los anuncios clásicos de Coca Cola y los aullidos de los beatnicks.

«Situada en el epicentro de la mística americana», escribe Boullosa, «actualizando su nostalgia sobre olas de caramelo amargo y proyectándola hacia el futuro, bailando sobre el amor y el odio sobre una ola de kitsch totalitario, su presencia atañe a cada una de las preguntas con la que vamos delimitando nuestro mapa y es arácnida, engañosamente pasiva: un milímetro por debajo de la capa de cromo descubrimos que no está en escena en condición de diletante, espectadora, groupie o aspirante, sino de Diosa autoinvocada».

Lana, concluye Boullosa, es el pop. Y el pop es América. No la América de los libros de historia, sino la América mental, que nutría con dioses y monstruos, paisajes, películas y discos, las sístoles emocionales de varias generaciones. Porque, atención, «la gran novela americana no fue tal, sino una sucesión radiofónica de píldoras multisignificantes; un poema épico berreado a coro desde el delta del Mississippi hasta la orilla de Malibú. América es esencialmente oral». Y Lana, sacerdotisa y erudita, una de sus más depuradas cirujanas.

O como dijo en su momento Jenn Pelly en la revista Pitchfork, biblia indie, igual que Norman Rockwell ilustró una idea pastoral y deliciosamente falsa del Sueño Americano, fuera lo que fuera aquello, Lana percute en esa fantasía armada de una combinación de «irreverencia y entusiasmo», reviviendo los grandes espectros nacionales, sus filias y neuras, «con una mueca de inexpresividad que enorgullecería a Lou Reed». Normal que la emparenten con Elvis Presley, por lo que tiene de personificación de emblemas, y con Bob Dylan, dada la condición mutante, misteriosamente artificial, de un personaje y un arte capaz de conectarse a las sinapsis más profundas del cableado estadounidense.

Estrella retro, forastera a los cánones estéticos de sus contemporáneos, tan marciana para la peña TikTok, embebida de expresionismo, referencias noir, gusto por lo pulp y reverberación kitsch, espejo, mutación y pantalla, Lana del Rey invoca un sueño de palmeras ensangrentadas y es la risa sardónica detrás del sueño, la heroína, la guionista y la víctima.

Sobre todo, antes que nada, Lana es también la superviviente del empeño americano por liquidar a los mejores de los suyos, de Janis Joplin a Marvin Gaye, de Marilyn Monroe a Montgomery Clift, como si el endiosamiento no estuviera completo sin su dosis última de sacrificio y como si el mismo público que adora fuera a un tiempo iglesia de feligreses y ejército de buitres. «Sobrevivir a una mitología de sangre y reformularse, como hará Lana», zanja Boullosa, «no es un camino fácil. Desde el inicio cayó sobre ella la exigencia más paradójica y peligrosa de todas las que rodean a una estrella pop: la autenticidad».

Lo comprendió el propio Dylan, que no hay autenticidad más genuinamente estadounidense que aquella que abandona su identidad y su cuna para constituirse en otro. Y así como el hijo de ferreteros judíos del Este de Europa mutó en gran visionario del blues, el folk y el country, así Lana, con su infancia privilegiada y su peregrinaje por los bares del Bowery, supo reiventarse y renacer como prima lejana de Bettie Page y Patsy Cline para los tiempos del cólera hiperconectado y la soledad radiada en un millón de vídeos.

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