En demasiadas ocasiones el debate sobre los salarios se ha encriptado en la dimensión macroeconómica, obviando un elemento transcendental: su efecto sobre los familias y las personas trabajadoras. La incidencia en el día a día, en el bienestar y las posibilidades de vida de cada hogar. Más de la mitad de los hogares españoles, el 52%, tienen los salarios como principal fuente de ingresos. Esa cifra aumenta hasta el 88% si consideramos el salario diferido, que incluye las pensiones y las prestaciones por desempleo. Desde esta realidad básica adquiere pleno sentido el cambio en la política de rentas imprimido por el Ministerio de Trabajo y Economía Social, de la mano del Gobierno de España, durante la presente legislatura, especialmente tras la crisis global de la COVID-19.
Este 2022 está conociendo una inflación inaudita en la Europa de las últimas décadas. Es una inflación motivada por factores exógenos como la especulación gasística, en plena guerra de Putin, y los altos precios de la energía. En este contexto tan desfavorable los salarios no han parado de perder poder adquisitivo. La gente trabajadora es quien más sufre esta situación y muchas familias tienen hoy más difícil llenar la nevera, hacer frente a gastos imprevistos o simplemente cuadrar las cuentas a final de mes. Lo público debe ser, en esta ocasión, un revulsivo que compense el alza de precios y esa es la voluntad de medidas, ya en vigor, como la bonificación del transporte o la rebaja de la factura eléctrica. Junto a esas actuaciones adquiere un papel decisivo la negociación colectiva, por razones de justicia social y de eficiencia económica.
Gobiernos de muy distinto signo político, como el de España o el de Reino Unido, están subiendo el salario mínimo o protegiendo el poder adquisitivo de las familias. No es la expresión de una ideología o de un paradigma económico concreto, sino la humana obligación, la responsabilidad política, de paliar los efectos de esta crisis de una manera justa e igualitaria.
Las economías europeas son economías que crecen de manera robusta sobre los salarios. El componente fundamental de la variación del PIB es la demanda interna, vinculado a un consumo de las familias determinado por los niveles de renta. Hoy, ante la incertidumbre económica provocada por los altos niveles de inflación, el principal riesgo para nuestras sociedades es que los salarios pierdan poder adquisitivo y se estanquen. Esa situación es un catalizador de pobreza y desigualdad, que multiplica los desequilibrios económicos existentes, y que filtra en nuestro cuerpo social una semilla de descontento, la que nos remite a aquella década perdida de la crisis financiera. Entonces la devaluación salarial y la austeridad sin medida provocaron una pérdida de peso de los salarios en el PIB de la que aún nos estamos empezando a recuperar. Guardamos memoria de aquel tiempo y de aquellas soluciones insolidarias, que tan solo provocaron sufrimiento y fracturas sociales. En gran medida fueron las mujeres y los jóvenes quienes más duramente experimentaron aquel envite de desigualdad. Recetas sumarísimas que ampliaron todas las brechas y desplazaron el peso de la crisis sobre los hombros de las personas más vulnerables.
La experiencia nos demuestra que competir en salarios bajos y acumulación de beneficios es un modelo fallido y sin salida, que desmiente la necesaria responsabilidad social del sector empresarial»
Los crecimientos salariales equilibrados generan, sin embargo, economías más productivas y eficientes. Además de dinamizar el consumo, lo que beneficia al tejido socioeconómico, las empresas se ven impulsadas a mejorar su competitividad e invertir en futuro. La experiencia nos demuestra que competir en salarios bajos y acumulación de beneficios es un modelo fallido y sin salida, que desmiente la necesaria responsabilidad social del sector empresarial.
Por este motivo es imprescindible que los agentes sociales vuelvan a estar a la altura, como lo estuvieron durante la pandemia, y lleguen a acuerdos para que las pérdidas de poder adquisitivo no se conviertan en permanentes. Hará falta generosidad e inteligencia para establecer mecanismos de compensación social y buscar fórmulas equilibradas para los próximos años.
La subida del salario mínimo interprofesional, en línea con los dictados de la Carta Social Europea, es una de las vías arbitradas por nuestro Gobierno, una competencia directa que se fragua en el diálogo fructífero con los agentes sociales, tal como nos señala el artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores. Pero esa subida del SMI debe acompañarse, necesariamente, de una subida salarial para el conjunto de las personas trabajadoras. Un compromiso salarial con un futuro mejor que, lejos de reeditar soluciones fallidas y obsoletas para afrontar las crisis económicas, dibuje un horizonte de igualdad y de prosperidad del que todas y todos podamos formar parte.
Yolanda Díaz. Vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social.