De haber nacido en otro siglo, su vida podría haberla conducido a los mayores logros y loas públicas, pero María Tudor vivió en el siglo XVI, era convulsa donde las hubiera, y su trayectoria la llevó a la tragedia y a ser injustamente recordada por la historia como «Bloody Mary«, la «María sanguinaria«, cuando no fue ni especialmente déspota y mucho más sangrienta que su padre, Enrique VIII, ni su hermanastra y sucesora, Elizabeth I.
Hoy que se cumplen precisamente 464 años de su muerte (falleció el 17 de noviembre de 1558 en el palacio de Saint James en Londres) viene bien recordar a una mujer culta, valiente y decidida a la que la historiografía, la propaganda y el machismo le marcaron una muy mala pasada y la condenaron a un puesto infame en la historia de Inglaterra cuando seguramente se merecía un lugar, si no de honor, al menos sí destacado.
Condenada por ser mujer
Desgraciadamente, el ser mujer la condenó desde su nacimiento. Sus padres, Enrique VIII y su primera esposa, Catalina de Aragón, deseaban profundamente un varón que asegurase la sucesión al trono. La reina, hija de los Reyes Católicos, había sufrido varios abortos involuntarios y tres hijos habían muerto al poco tiempo, entre ellos un niño, Enrique, al que se había dado el título de duque de Cornualles. El nacimiento de María en febrero de 1516 fue, en este sentido, una decepción. Sus padres se alegraron de que naciera sana y con una aparente buena salud, pero hubiesen preferido claramente a un chico.
María fue bautizada en la fe católica, entonces la practicada por su padre y recibió desde muy pequeña una rigurosa instrucción. Su madre, la reina Catalina, siguiendo la tradición impuesta por su madre, Isabel la Católica, había sido instruida al más alto nivel y quiso que su hija siguiera su ejemplo. La niña no solo estuvo rodeada de institutrices y tutores desde muy pequeña, sino que demostró mucha aptitud para el estudio. Se cuenta que antes de cumplir los diez años ya podía hablar varios idiomas, entre ellos el inglés, el francés, el español y el latín. También demostró una personalidad muy seria y responsable, muy consciente de su rango, y se sabe que su padre presumía delante de los embajadores extranjeros de que su hija «nunca lloraba».
Marginada por su propio padre
Sin embargo, aunque no hay duda de que, al principio, Enrique VIII demostró un gran cariño por su hija y le llegó a investir de prerrogativas reservadas a un príncipe de Gales, este amor se trastocó cuando entró en la vida del monarca Ana Bolena y el soberano perdió la cabeza por ella. Enrique VIII, desesperado por no tener heredero varón y obsesionado por hacer algo que recordara la historia, quiso divorciarse de Catalina y pidió al papa Clemente VII una nulidad matrimonial alegando que, como Catalina había estado casada previamente con su hermano, Arturo, su unión era inválida. María tenía once años cuando su padre quiso repudiar a su madre.
Al principio, el papa quiso zanjar la cuestión de una manera amistosa y sugirió, a través de un emisario, el cardenal Campeggio, que la reina se retirara a un convento y que el rey se casara con su amante, pero Catalina, consciente de su rango real y decidida a que su hija no fuera considerada una bastarda, se negó en rotundo. Carlos I, rey de España y emperador del Sacro Imperio, nieto de los Reyes Católicos y sobrino de Catalina, intervino a favor de su tía y amenazó al Papa Clemente con adoptar medidas drásticas si semejante tontería se llevaba a cabo. Y el papa, que le tenía pavor a Carlos, decidió prohibir aquel divorcio del rey de Inglaterra.
La cosa podría haber quedado aquí, pero Enrique VIII estaba tan encaprichado con Ana Bolena que su mente estaba nublada y adoptó una decisión drástica que cambió para siempre la historia de Gran Bretaña: decidió cortar por lo sano con el Papado, a quien hasta entonces había servido con total lealtad, y erigirse como «cabeza suprema de la iglesia anglicana». Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury, declaró que el matrimonio de Catalina con el rey era nulo y ésta fue repudiada, marginada y recluida al castillo de More. Se le retiró el título de reina de Gales y tan solo se le conservó el de princesa viuda de Gales, el tratamiento que tenía después de haber muerto Arturo.
Un exilio infame
El exilio de Catalina fue infame. Después del castillo de More se la condujo al de Kimbolton, donde estaba prácticamente encarcelada. No se le dejaba apenas recibir visitar ni escribir cartas. Su querida hija, María, fue apartada de su lado y enviada lejos. También a ella se le quitó el título de princesa y se la trató, simplemente, de Lady. En 1534, después de que naciera Elizabeth, la hija de Ana Bolena y Enrique VIII, una ley del parlamento la apartó oficialmente de la línea de sucesión al trono a favor de su hermanastra.
A pesar de las humillaciones, María se negó a renunciar a su madre y a su fe católica. Sus prospectos en la vida no mejoraron hasta que Ana Bolena fue ejecutada en 1536 y la nueva esposa de su padre, Jane Seymour, movió hábilmente los hilos para que padre e hija se reencontraran. Aconsejada por Seymour, María aceptó adoptar, aunque a regañadientes, la nueva religión protestante. A la muerte de Seymour, María prácticamente se hizo cargo del hijo de ésta y heredero al trono, Eduardo, con quien estaría muy unida.
Eduardo subió al trono a la muerte de su padre, pero duró poco en él. En 1553 murió y, en principio, la nobleza inglesa proclamó como reina a a Lady Jane Grey, una prima del fallecido monarca que pertenecía a la fe protestante. Pero nunca llegó a ser coronada reina. Demostrando una valentía y determinación fuera de lo común, María reclamó el trono de Inglaterra. Lady Jane mandó arrestarla, María escapó por los pelos, se recluyó en el condado de East Anglia y desde allí movilizó a sus fuerzas. Desde el castillo de Framlingham, en Suffolk, dio un golpe de estado y salió victoriosa. Entró en Londres el 3 de agosto de 1553 aclamada por la multitud.
La primera mujer en ser reina de Inglaterra
Aunque ahora casi nadie se acuerde, María Tudor se convirtió en la primera mujer reina de Inglaterra por derecho propio y no como consorte de un hombre. Es cierto que en el siglo XII, Matilda, la hija de Enrique I, tendría que haber sido coronada, pero no llegó tan lejos (su primo Stephan le usurpó el trono).
La maquinaria de propaganda se ha encargado de hacernos creer que María Tudor solo supo derramar sangre desde el primer día de su reinado, lo cual no es cierto. Es verdad, como le echan en cara algunos, que mandó arrestar y condenó a muerte a Lady Jane Grey, pero también hay que apuntar que Lady Jane había querido matarla a ella.
También se le achaca el hecho de haber mandado quemar a 280 protestantes como herejes, un hecho por el que la historiografía británica la tachó de sanguinaria atroz. Ya en el siglo XVI, un escritor llamado Bartholomew Traheron escribió que a la reina la movía una «maldad furiosa» y una «tiranía abierta», pero estas palabras habría que contextualizarlas.
Algunos escritores e historiadores ingleses, como Anna Whitelock en su libro del 2010 Mary Tudor, England’s First Queen, admiten que, aunque las acciones de María hoy serían considerados genocidio, desgraciadamente en el siglo XVI eran una práctica habitual. De hecho, se ha demostrado que, si la comparamos con su padre, Enrique VIII, María Tudor no fue una reina especialmente sanguinaria. Aunque ahora solo se le conozca por sus sonados divorcios y por haber tenido seis esposas, en su época Enrique fue particularmente famoso por llevar al país al borde de la ruina y la guerra civil. Fue un rey tan mediocre como tirano y algunos historiadores consideran que pudo haber ordenado la muerte de más de 50.ooo personas (incluyendo la de dos esposas suyas). Tan solo en una rebelión de los católicos contra la imposición del protestantismo en 1549 murieron unos 5.500 católicos.
Tampoco su hermanastra y sucesora, Elizabeth I, se quedó corta en lo que matar a católicos se refiere. Tras una nueva revuelta católica en 1569, mandó ejecutar a 800 personas.
Además, hay que tener en cuenta que, a pesar de lo que nos han hecho pensar, en tiempos de Enrique VIII y también en los de María Tudor, Inglaterra era un país eminentemente católico en donde el protestantismo solo era la opción de una élite muy reducida. Muchos historiadores están de acuerdo en afirmar que, de haber vivido más tiempo, María podría haber erradicado el protestantismo y vuelto a imponer el catolicismo en todo el país.
Pero murió a los pocos años de haber subido al trono y, enseguida, sus detractores se encargaron de esparcir los más horrorosos rumores sobre ella. Que se hubiera casado con un español, el entonces príncipe Felipe (luego Felipe II), hijo del emperador Carlos, les dio la excusa perfecta para acusarla de ser una esposa servil esclavizada por un extranjero tirano. El odio hacia lo español, que en años posteriores llegaría a cotas altísimas, comenzó por entonces.
Obviamente, el suyo fue un matrimonio de conveniencia y Felipe nunca se sintió atraído por ella –se decía que era mucho más vieja de lo que realmente era–, aunque se rumorea que ella sí que sintió amor por él. Nunca tuvieron hijos, aunque la reina creyó estar embarazada varias veces (fueron embarazos psicológicos). Hoy se sospecha que pudo sufrir un cáncer de ovarios. Profundamente deprimida tras el fracaso de su último embarazo, no levantó cabeza y murió en 1558, hoy hace 464 años.