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quedan siete etarras lejos del País Vasco

Sebasten Jon Gurtubay, Faustino Marcos Álvarez, Garikoitz Etxebarria Goikoetxea, Gregorio Escudero Balerdi, Irantzu Gallastegui Sodupe, Asier Borrero Toribio y María Natividad Jáuregui Espina. Son los siete nombres que faltan para que el Gobierno de Pedro Sánchez ponga punto y final a la política de dispersión de ETA en las cárceles. Una política que comenzó en 1988 con otro ejecutivo socialista.

Al frente de Instituciones Penitenciarias estaba Antonio Asunción y en el Ministerio de Justicia, del que dependía, Enrique Múgica. Ahí comenzó un planteamiento para dificultar las relaciones entre los etarras dentro de las cárceles. Muchos funcionarios de prisiones eran objetivos terroristas, así que se optó por colocar a los individuos con delitos de terrorismo en dos cárceles: en Ciudad Real y en Carabanchel. Se conseguía de este modo reducir el número de trabajadores expuestos a posibles ataques.

«Aquello terminó creando guetos en las prisiones con funcionamientos paralelos, permitió seguir controlando el funcionamiento de las organizaciones terroristas -no sólo ETA, si no también del GRAPO- y se dificultaba su reinserción social. Es por eso que se les separa, para facilitar su vuelta a la vida tras su paso por prisión», explica Carmen Ladrón de Guevara, abogada de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT).

«La política de dispersión sirvió para evitar que los presos se reorganizaran en las prisiones; se ha demostrado muy útil para que la banda no se reorganizara; hasta el punto de que ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco y ofreció soltarlo a cambio de acercar presos», explica Daniel Portero.

Doble objetivo

En el caso de ETA, el objetivo era doble: separarlos entre ellos para cortar las comunicaciones internas y alejarlos del País Vasco, donde las presiones fuera de las paredes de las cárceles eran muy intensas. «El colectivo de preso ha sido un arma muy fuerte para ETA. Era una forma de conseguir poder entre la sociedad, era una causa que llegaba a los ciudadanos», resume la abogada.

El giro en el actual Gobierno llegó el 13 de septiembre de 2018. Era un jueves. Se trasladó a Marta Igarriz de Castellón a Logroño y a Kepa Arronategi de Almería a Zaragoza. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se reunión antes con las asociaciones de víctimas. Les dijo que se iban a producir acercamientos «puntuales y sin delitos de sangre».

«Marlaska siempre nos ha dicho la verdad. Durante los dos primeros años, hasta la pandemia, se produjeron pocos acercamientos y sin delito de sangre». Después del verano de 2020, el ministro se volvió a reunir con las asociaciones. Entonces les comunicó que su política iba a cambiar. Se empezarían a hacer traslados continuados sin importar la tipología de delitos que tuviesen los presos a sus espaldas.

En total se han producido 377 traslados de etarras, según el contador de la AVT. De estos, 193 se han producido a prisiones del País Vasco y Navarra. También se han producido 33 terceros grados de los que se han recurrido 22 por la Fiscalía y ocho se han inadmitido.

Tres fases

Para la AVT, la nueva política penitenciaria puesta en marcha por el Gobierno se viene desarrollando en tres fases. La primera pasa por realizar traslados a cárceles próximas al País Vasco (principalmente Logroño, Asturias, Zaragoza, Cantabria, Burgos y Soria) y progresiones a segundo grado o flexibilizaciones del primer grado, además de llevar traslados a cárceles del País Vasco y Navarra.

La segunda fase se trata de otorgar progresiones a tercer grado, que se conceden desde prisiones del País Vasco por lo que es importante tener en cuenta la transferencia de la competencia de prisiones a partir del 1 de octubre. La última etapa parte de otorgar libertades condicionales.

«Damos por hecho que esto se va a consumar». Los siete rostros que quedan por llevar hasta cárceles cercanas tienen una historia detrás. A Escudero Balerdi la Audiencia Nacional lo condenó a 42 años de prisión por cooperar en el asesinato en 1998 de José Ignacio Iruretagoyena, concejal del Partido Popular.

Gortubay fue sentenciado a 20 años por tentativa de asesinato. Borrero fue jefe del aparato militar de la banda y fue acusado de múltiples atentados. Faustino Marcos Álvarez fue condenado a 13 años y cuatro meses de prisión por pretender montar un laboratorio de explosivos en 2009.

Garikoitz Etxeberria, por su parte, cumple 30 años por los delitos de asociación ilícita, depósito de armas y municiones, falsificación de documento público y tenencia de armas sin licencia.

Irantzu Gallastegi es la pareja de Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote. Representaba el ala dura de la organización. Fue condenada a 50 años por el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Natividad Jáuregui llegó a españa hace tres años desde Bélgica. El país europeo la extraditó después de llevar cuatro décadas huida de la justicia. Está acusada de participar en el asesinato de un militar en 1981. Todavía tiene cuentas pendientes con la Justicia.

«Cada acercamiento duele. Hay víctimas que sólo quieren que se cumplan las condenas, y lo respeto. Pero de todas las víctimas que hemos entrevistado, te puedo decir que el 80 o el 90 por ciento siente rabia, dolor e impotencia», dice Carmen Ladrón de Guevara.

Saturación

El fin de la política de dispersión ha dejado una situación de saturación en las cárceles vascas. Las tres prisiones del País Vasc han visto cómo han aumentado un 21% su población reclusa respecto a la de comienzos del año pasado.

Destaca el incremento de los presos de ETA, sobre todo desde el 1 de octubre de 2021, cuando el Gobierno autonómico asumió la gestión penitenciaria. En 2022, casi la mitad de los presos que han sido trasladados desde otra prisión a alguna de las cárceles de Euskadi eran presos de ETA. De los 178 traslados, 81 de ellos pertenecían a la banda terrorista. Actualmente son más de un centenar, 113, los internos de la organización que cumplen su condena bien en la cárcel de Martutene (27), en la de Basauri (22) o, mayoritariamente, en la prisión guipuzcoana de Martutene (64).

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