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Así fue la noche en que murió Diana de Gales

Pasaban seis minutos de las doce de la noche del 31 de agosto de 1997, hoy hace veinticinco años, cuando la princesa Diana de Gales y Dodi Al Fayed, hijo del multimillonario Mohamed Al Fayed y el hombre con el que estaba viviendo un romance de verano, dejaron la suite que ocupaban en el hotel Ritz de París, se dirigieron al ascensor que había en la primera planta y salieron por la puerta trasera. Un Mercedes-Benz W140 negro los esperaba en la rue Cambon. Al volante iba Henri Paul, un hombre de gran envergadura, algo taciturno y solitario, que acababa de tomarse unas cuantas copas.

A las doce y veinte minutos, el vehículo arrancó a toda velocidad iluminado por los flashes de los paparazzi. Dodi indicó que pusieran rumbo a la rue Arsène-Houssaye, junto a los Campos Elíseos, donde tenía un lujoso apartamento. El chófer calculó que la manera más rápida de llegar era cruzando el túnel debajo del Pont d’Alma

Nunca llegarían a su destino. Al cabo de unos minutos, justo cuando el automóvil entraba al túnel a 105 kilómetros por hora, Henri Paul perdió el control, el Mercedes chocó contra un muro, rotó bruscamente, impactó contra una columna, de nuevo viró con fuerza y se golpeó nuevamente con el muro. El coche fue reducido a un amasijo de hierros y el claxon sonaba sin parar: el cuerpo sin vida del chófer había quedado encajado sobre el volante. 

Los fotógrafos que los habían perseguido tiraron sus motos a la calzada a las puertas del túnel y empezaron a sacar instantáneas mientras se acercaban corriendo al lugar del siniestro. Aquellas fotos, pensaron, iban a costar millones. Según todos ellos, Diana estaba aún consciente, aunque se notaba a simple vista que debía tener varios huesos rotos: su cuerpo estaba tendido en el suelo del coche, cubierto por una alfombrilla que se había despegado por el impacto; su cabeza estaba encajada entre los asientos delanteros, con el cuello peligrosamente girado hacia atrás. A su lado, Dodi Al Fayed sangraba sin parar: estaba muerto.  

A los pocos minutos, el lugar se llenó de ambulancias y fiscales de guardia que ordenaron llevar a comisaria a los fotógrafos para ser interrogados por un posible delito de homicidio involuntario. La princesa fue rápidamente depositada en una ambulancia y escoltada hasta el hospital de Pitié-Salpêtrière.

Aunque no había heridas externas, las radiografías revelaron que Diana sufría importantes hemorragias internas en los pulmones. Su corazón palpitaba débilmente. La llevaron al quirófano para saturar las heridas, pero aunque consiguieron controlar la vena pulmonar, su corazón no resistió. A las cuatro de la mañana, el médico de guardia anunció que Diana había muerto.

La noche más larga de Isabel II

Como cada verano, Isabel II estaba descansando en Balmoral, su castillo en Escocia. A las dos de la madrugada, su vicesecretario privado, ordenó a la doncella que la despertara. En bata y camisón, la soberana salió al pasillo y fue entonces cuando le informaron que la princesa había sufrido un aparatoso accidente en París. «Las primeras informaciones aseguran que la princesa salió por su propio pie del coche», le dijeron.

Isabel mandó que le preparasen una taza de té y se fue a un saloncito donde había una televisión para seguir las noticias. Su hijo Carlos, visible emocionado, se le unió. «Oh, Carlos, ¿qué vamos a hacer?», le preguntó.

Era la pregunta que toda la Corte se hacía en ese momento: ¿cómo proceder? Hacía un par de años que Diana y Carlos se habían divorciado tras años de disputas y agrias discordias. Diana seguía siendo conocida como «Princesa de Gales«, pero se le había retirado el tratamiento de Alteza Real, por lo que técnicamente ya no formaba parte de la familia real. Según las arcanas normas de protocolo, no se debía hacer nada –ni enviar un avión, ni movilizar diplomáticos–, pero los viejos manuales de nada servían enfrente de la popularidad inmensa de la madre del futuro rey de Inglaterra, por aquel entonces la mujer más famosa del mundo.

El pesimismo de Carlos

El príncipe Carlos estaba en estado de shock. A pesar de que el mundo entero había creído durante décadas que Diana y él habían vivido un cuento de hadas, luego se conoció que, en realidad, se había tratado de una horrorosa pesadilla. Los problemas habían comenzado prácticamente desde el principio, meses antes de casarse: la pareja no tenía nada en común, él quería a Camila y la prensa les hizo la vida imposible. Las peleas en el matrimonio habían sido de una toxicidad insoportable; la vida en común había sido un fuente de ansiedad máxima para ambos. Los dos habían intentado ganarse el favor del pueblo con artimañas mediáticas pero solo habían conseguido hacerse más daño.

Sin embargo, a pesar de toda la acritud y el odio, lo más triste e irónico de todo era que, desde que se habían divorciado, ambos habían comenzado a entenderse mejor. Como por arte de magia, la distancia había servido para que se comprendieran. Él por fin entendió lo buena que era Diana con los medios, su astucia superlativa para las Relaciones Públicas y su inmenso valor como humanitaria. Ella valoró la lucha y el compromiso de él por la defensa de la mejora de las condiciones de vida en barrios marginales y, sobre todo, su activismo en favor del medio ambiente, ahora una causa en voga, pero por aquel entonces un motivo de burla.

Por todo ello, Carlos estaba estupefacto y decidió que debía hacer algo inmediatamente. Cogió el teléfono y llamó a Mark Bolland, su visecretario privado, un experto en comunicación que se estaba encargando de mejorar su maltrecha imagen pública. Bolland le dijo que debía volar a Francia. Carlos ordenó que le preparasen un avión.

Mientras estaba dando indicaciones a su equipo, llegó la triste noticia: el embajador británico en París comunicó a Balmoral que Diana había muerto. «El mundo va a volverse loco», comentó Carlos en un susurro. No se equivocaba.

Pasadas las siete de la mañana, Carlos se dirigió a la habitación de su hijo mayor, Guillermo. Luego fueron juntos a despertar al pequeño, Enrique, Harry para la familia, que entonces tenía doce años. El chiquillo quedó tan consternado que solo pudo balbucear: «Hay que ir a París a traer a mami». Carlos le dijo que era mejor que fuera él solo. Sabía que los fotógrafos estarían esperando a las puertas del hospital para tomar imágenes y no quería exponer a sus hijos a la prensa.

Una batalla contrarreloj

En Buckingham y en Balmoral la actividad era frenética. La vieja guardia se resistía a movilizar aviones oficiales y la reina, en principio, estaba de acuerdo. Diana ya no era miembro de la familia real, explicó, y debía ser la familia Spencer, los parientes de la princesa, quienes se hicieran cargo de todo. Pero Carlos se negó en rotundo a que su exmujer no regresara a Inglaterra en un avión de la Corona. Por primera vez en su vida hizo lo que tendría que haber hecho desde el principio: defender a Diana.

Isabel cedió y un avión de la Real Fuerza Aérea llevó a Carlos a París. Desde la aeronave, el príncipe siguió dando órdenes, alunas a chillido limpio. Buckingham no quería que, a su regreso, el féretro se dejase en algún palacio, sino en una morgue. El príncipe dio órdenes de que se preparase inmediatamente la capilla real del palacio de St. James.

La reacción de Tony Blair

Mientras en los palacios reales la actividad era frenética, en el gobierno también los teléfonos echaban humo. El primer ministro Tony Blair había sido despertado de madrugada en su casa de Sedgefield, en el condado de Durham, por el embajador británico. Horas más tarde, otra llamada le confirmó la muerte de la princesa.

Aturdido, Blair llamó a su director de comunicación, Alastair Campbell, quien le dijo que debía hacer una declaración pública. «Algo emotivo, humano, que refleje el sentimiento de la nación en este período de duelo», le recomendó, y mientras hablaba iba garabateando unas palabras que se harían míticas: «la princesa del pueblo».

La reina mandó que se escondieran los televisores

Tanto Tony Blair como el príncipe Carlos entendieron rápidamente que a muerte de Diana iba a desencadenar un gran fenómeno de masas, como así fue. Pero Isabel II no pareció comprender la dimensión de lo que estaba ocurriendo: para ella, era un tema privado y, en aquellas horas, tan solo tenía en mente a sus nietos. Antes de que Guillermo y Enrique bajaran a desayunar, la reina había dado órdenes de que se retiraran todas las televisiones y radios de palacio, y de que no se expusieran los periódicos en las mesas. El único aparato que quedó sin tocar fue el de la habitación de la soberana.

Seguramente porque no se quedó viendo la televisión como hizo todo el mundo, que Isabel no se dio cuenta de lo que le venía encima. Después de que se hiciera pública la noticia, los británicos comenzaron a acudir en masa a las puertas de los palacios para depositar ramos de flores. En cuestión de horas, había verdaderos mantos de flores que varios metros.

Isabel decidió no hacer nada y, en vez de mostrarse enseguida en público compungida y llorando, optó por un silencio sepulcral. Creyó que era la manera correcta de actuar: con dignidad y decoro. Aparecer con lágrimas hubiese sido vulgar y sensacionalista, pensó. Pero se equivocaba, vaya si se equivocaba: su silencio fue interpretado como frialdad, como un insulto a la memoria de Diana. Aquello estuvo a punto de costarle el trono.

Los errores de la reina

No sería el único error que cometería. Al día siguiente de la muerte de Diana, Buckingham montó una reunión para preparar el funeral. Isabel defendía que debía ser privado, una ceremonia en la capilla de los Spencer o, como mucho, un pequeño responso en Windsor. Pero nadie estaba de acuerdo con ella: la reacción del público era ya tan masiva que cualquier cosa inferior a un gran funeral de Estado hubiera provocado graves altercados. Tenía que ser enorme, con caballos, soldados, una gran procesión e incluso con Guillermo y Enrique andando detrás del ataúd de su madre. Incluso se pensó que Elton John, gran amigo de la princesa, cantase.

Isabel estaba estupefacta. Pero lo peor estaba por venir: al principio, las masas que habían acudido a las verjas de Buckingham y de Kensington lo habían hecho de manera silenciosa y respetuosa. Pero el cabreo y la indignación creían por segundo y empezaron a dirigirse hacia la reina. La mecha que prendió la llama fue un ínfimo detalle: todos los edificios públicos de Londres lucían las banderas a media asta, incluidos los palacio de St. James y de Kensington, pero en Buckingham el mástil estaba vacío.

Isabel no había pensado en ordenar que una bandera ondeara a media asta porque en Buckingham, simplemente, no hay ninguna bandera, sino el estandarte real, cuyo único propósito es indicar si la soberana está o no en palacio. Dado que la reina estaba en Balmoral, no se podía poner. Además, nunca se había izado una bandera británica en ese mástil, ni cuando falleció el gran héroe nacional que era Winston Churchill. Pero aquel pequeño y anticuado detalle protocolario no fue tenido en cuenta por los analistas, corresponsales y periodistas que ya acampaban en Londres. Durante horas, en televisión no se habló de otra cosa que no fuera el mástil de Buckingham

Al día siguiente, mientras acudía a una nueva reunión en Buckingham, Alastair Campbell, a quien Blair había designado como su representante en aquellos encuentros, se dio cuenta de que el público estaba increíblemente enfadado y de que, en cualquier momento, podía surgir una pequeña revuelta, una pelea o, quién sabía, incluso una revolución. El equipo de la reina en Buckingham era de la misma opinión y recomendaron a la soberana que pusiera una bandera británica, la famosa Union Jack, a media asta en palacio. Ella dijo tajantemente que no. 

A partir de ahí, hubo una carrera contrarreloj para intentar convencer a Isabel de que se estaba equivocando y de que se necesitaban medidas urgentes para contener el cabreo del público. Blair llamó a la soberana y le pidió que reconsiderase su postura. Buckingham tenía que poner una bandera a media asta, la familia tenía que regresar a Londres y la reina debía mostrarse ante el pueblo. No hubo manera. Desesperado, el primer ministro telefoneó a Carlos para que intercediera ante su madre. Pero tampoco él tendría éxito.

Hizo falta toda la presión de la prensa para que Isabel se diera cuenta del error descomunal que estaba cometiendo. El jueves, todos los periódicos de Gran Bretaña, incluso los más respetuosos con la monarquía, llevaban portadas muy críticas con la reina. The Sun decía: «¿Dónde está nuestra reina? ¿Dónde está la bandera?». Tras leer aquellos titulares, Isabel convocó de inmediato a su equipo a una reunión de emergencia y les pidió consejo. Todos le dijeron lo mismo: debía salir de su refugio en Balmoral, regresar inmediatamente a Londres, dejarse ver entre el público, dirigirse a la nación en un discurso televisado y participar activamente en los eventos del funeral demostrando, a poder ser, sentimiento de pérdida. La reina, totalmente sobrepasada pero consciente de que no tenía escapatoria, dio su aprobación.

El regreso a Londres 

El viernes por la tarde, minutos después de haber aterrizado en la capital, Isabel entendió por qué sus asesores llevaban días pidiéndole que regresara a Londres. El espectáculo era dantesco, con miles de personas en las calles llorando a lágrima viva y gigantescas alfombras de flores enfrente de los palacios. Isabel solo parecía escuchar: «¡Larga vida a Diana! ¡Dios bendiga a Diana!». 

Hizo falta toda la valentía, astucia y determinación para darle la vuelta a la situación. La reina tuvo que ceder en todo: habló a la nación, abrió los parques reales, permitió el funeral público, incluso inclinó su cabeza delante del ataúd de Diana.

Aquello cambió su reinado para siempre. Ya nada fue igual para la Corona británica.

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