Después de la misa funeral en la abadía de Westminster por la muerte de la reina Isabel II, Kate salió por la puerta norte acompañada de sus dos hijos mayores, George y Charlotte, y se dirigió a uno de los coches oficiales. Se aseguró de que los niños se colocaran correctamente en sus plegatines y luego ella se acomodó en el asiento trasero. Con los años había aprendido a sentarse como una verdadera princesa: sin tocar el respaldo, con la espalda y los hombros bien rectos, la barbilla ligeramente elevada, los movimientos muy lentos, casi imperceptibles, para que saliera impecable en las fotografías. Justo cuando el vehículo arrancó, centenares de reporteros dirigieron sus objetivos hacia ella y dispararon miles de instantáneas. En todas, Kate aparecía elegante y digna, con los ropajes negros, el sombrero de ala ancha cubierto con rejilla y el collar de perlas con un gran broche de diamantes que había pertenecido a la difunta monarca.
Su gesto, sin embargo, era sombrío y triste. El día del funeral de la monarca, Kate estaba muy cansada: desde que la reina había muerto, el jueves 8 de septiembre, había tenido que asistir a un sinfín de actos públicos, audiencias y recepciones, de encuentros con los máximos representantes de la Commonwealth a una entrevista privada en Buckingham con Olena Zelenska, la primera dama de Ucrania, que había tenido que esquivar una guerra para llegar a Londres. Pero más allá de sus responsabilidades, había algo que no se le iba de la cabeza: Kate estaba preocupada por los cambios drásticos que se avecinaban.
El viernes 9 de septiembre, un día después de la muerte de la reina Isabel, el nuevo rey Carlos III los había creado a Guillermo y a ella príncipes de Gales. Ahora era Catherine, princesa de Gales, y el título, tan íntimamente ligado a su suegra, la malograda Diana, le pesaba como una losa. Desde el palacio se había dejado claro a la prensa que ella iba a ser ella misma y crear “su propio camino” como nueva princesa, pero no había duda de que la sombra de Diana era demasiado alargada. El público esperaba a una nueva humanitaria, implicada en miles de organizaciones de caridad. Kate, sin embargo, quería disfrutar de sus hijos, que aún eran demasiado pequeños.
Demasiados cambios
Los niños llevaban demasiados cambios encima: cambio de hogar, de escuela y ahora, encima, la pérdida de su bisabuela. Hacía unos meses, Kate y Guillermo habían decidido dar un nuevo giro en su vida y dejar su residencia en el palacio de Kensington, en el centro de Londres, y establecerse en una casa de la Corona dentro de la inmensa finca del parque de Windsor, en el condado de Berkshire, a una hora en coche más o menos de la capital. Los niños habían dicho adiós a su colegio, el prestigioso centro privado Thomas’s Battersea en el sudoeste de Londres, y habían sido matriculados en Lambrook, otra escuela de gran renombre y con instalaciones de lujo, que contaba con su propio campo de golf e incluso una granja con cerdos.
Kate estaba muy preocupada por todos los cambios, y no sólo por cómo iba a afectar a sus hijos. Era muy consciente de que el cambio de residencia iba a levantar ampollas: cuando el matrimonio se instaló en Kensington en el 2013, se había dejado la friolera de 4,5 millones de libras esterlinas del erario público en reformar y decorar a su gusto las veinte estancias distribuidas en cuatro plantas que conformaban lo que en términos palaciegos se denominaba Appartment 1A. A pesar de que se anunció que se habían usado objetos de la colección real para ahorrar gastos y que las habitaciones de los niños se habían decorado con muebles de IKEA, el cabreo del público, más que comprensiblemente, fue mayúsculo y la pareja tardó mucho tiempo en recuperarse de las duras críticas.
Posibles polémicas
Kate era consciente del desagravio que podía generar la nueva mudanza, pero también era consciente de que Kensington no era la mejor opción para criar a tres niños pequeños. Los chiquillos no podían correr libremente por los alrededores: salir a dar un simple paseo por los jardines requería de un gran despliegue de seguridad. Por el contrario, el gran parque de Windsor, con sus 265 hectáreas de terreno fuertemente protegidas, les ofrecía garantías suficientes.
Los responsables del patrimonio real habían puesto a su disposición una serie de propiedades, pero muchas habían sido descartadas de entrada por inconvenientes. Frogmore House, la preciosa construcción de estuco blanco con columnas del siglo XVIII, hubiese sido perfecta, pero hubiese requerido demasiados arreglos para hacerla habitable. Ni había tiempo ni el matrimonio quería una polémica sobre los ingentes costes de restauración. El Royal Lodge era otra buena opción, pero el príncipe Andrés vivía allí desde hacia años y se negaba a abandonarla.
La única elección viable era Adelaide Cottage, una bonita casa de principios del siglo XIX construida para la reina Adelaida, esposa de Guillermo IV, y adonde la reina Victoria solía ir a tomar el té. A Kate le encantó la fachada de piedra, con tejados muy puntiagudos, como si se tratara de una casita de muñecas antigua; también le gustaron las molduras de escayola que decoraban el techo y las estatuas de mármol en las repisa de las chimeneas. Sin embargo, no se le escapó que el lugar, aunque espacioso, tan solo tenía cuatro habitaciones. Ni la ama de llaves ni el cocinero ni la nanny de los príncipes, la española María Teresa Turrión Borrallo, iban a poder vivir con ellos: la Corona ya se estaba encargando de buscarles alojamientos cercanos.
Para evitar posibles críticas, cuando se anunció que Kate y Guillermo se cambiaban de residencia, se dejó claro que lo hacían motivados para estar más cerca de Isabel II, la cual se había instalado en el castillo de Windsor al principio de la pandemia y no estaba previsto que se trasladase a Buckingham excepto para eventos oficiales. También se dijo que Guillermo estaba muy preocupado por el deterioro de salud de su abuela, una mujer que acababa de cumplir 96 años en abril y que últimamente tenía graves problemas de movilidad.
Los últimos días
Esta última explicación, en parte, era verdad: tanto Guillermo como Kate veían con consternación cómo la soberana se iba consumiendo rápidamente. Había perdido mucho peso en poco tiempo y solo se la veía en público muy maquillada. Sin embargo, ambos quisieron creer que granny, como ellos la conocían, aguantaría como mínimo unos cuantos meses más. Nada parecía presagiar que su final estuviera tan cerca e incluso la soberana estaba siguiendo sus rutinas y había partido a Balmoral a pasar el verano como siempre hacía.
El martes día seis de septiembre, pocos días después de haberse instalado en su nuevo hogar, Kate vio por televisión como Isabel II tomó juramento a la nueva primera ministra, Liz Truss. La soberana apareció de pie, sonriente y con buen color de cara. Sin embargo, a Kate no se le escapó lo negra que Isabel II tenía la mano. No quiso darle mayor importancia y se centró en todo lo que tenia que hacer en la casa. Al día siguiente, miércoles, Guillermo y ella acompañaron a sus hijos a su nueva escuela, Lambrook School, a quince minutos en coche de Adelaide Cottage. Se había convocado a las cámaras y la familia apareció muy sonriente. Los tres niños iban perfectamente uniformados con trajes azules y mocasines a juego.
La pregunta del pequeño Louis
Todo fueron risas aquella tarde en casa de Kate y de Guillermo, pero una llamada de teléfono enturbió el ambiente: la reina no se encontraba bien y los médicos le habían recomendado que suspendieran todos los actos programados. Aquel día la soberana tenía previsto asistir a una reunión del Privy Council, pero no pudo levantarse de la cama. Kate quiso creer que era un traspiés y que la monarca se recuperaría, como ya había hecho en otras ocasiones. Desgraciadamente, el jueves por la mañana, Guillermo recibió una llamada para que fuera corriendo a Balmoral. Su abuela estaba muy grave y los médicos temían por su vida. No llegó a tiempo para darle su último adiós: cuando llegó a Escocia, sobre las cinco de la tarde, la soberana ya había muerto.
Kate se había quedado con los niños. Intentó explicarles que Gangan, como ellos la conocían, se había ido al cielo y que ahora estaba con su marido, Felipe. George, de nueve años, ya entendía lo que significaba y se echó a llorar, pero ni Charlotte ni mucho menos Louis eran conscientes de la trascendencia del momento. El pequeño, de tan solo cuatro años, sólo preguntaba: “¿Ahora ya no podremos ir a jugar a Balmoral?”.
Fue en aquel preciso momento en que Kate entendió que ya nada sería igual.