Hace 45 años tuvo lugar en Francia la última ejecución por medio de la guillotina. Fue el 10 de septiembre de 1977 en la prisión de Baumettes, en Marsella. El ajusticiado, Hamida Djandoubi, era un tunecino de 27 años condenado por torturar y asesinar a su ex novia, Élisabeth Bousquet. Su verdugo, Marcel Chevalier, impresor de profesión, había participado como ayudante en más de cuarenta fusilamientos entre 1958 y 1976, pero sólo había accionado la guillotina en una ocasión anterior, el 23 de junio de ese mismo año, en la ejecución en la prisión de Douai de Jérôme Carrein, asesino de la niña de ocho años Cathy Petit.
La de Djandoubi fue también la última ejecución en Francia antes de la derogación de la pena capital en 1981, y la última en Europa occidental. Pero ha pasado a los anales por clausurar casi dos siglos de vida útil de un instrumento de muerte con un denso equipaje simbólico. Todavía hoy, la guillotina es quizá el atributo más reconocible de la Revolución francesa, por una sinécdoque o confusión con el Terror quizá injusta pero inevitable.
El ‘privilegio’ de la decapitación
Lo cierto es que la guillotina surgió en el seno de la Asamblea Nacional, la misma que declaró la abolición de los derechos feudales (4 de agosto de 1789) y aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto). Pero no nació como un instrumento de justicia revolucionaria sino de garantía de igualdad ante la ley. Durante los trabajos constituyentes, el doctor Joseph-Ignace Guillotin, diputado del tercer estado por París, propuso que los principios del nuevo régimen alcanzaran también a los condenados, incluidos los reos de muerte. Hasta entonces, la desigualdad social llegaba hasta el cadalso. La decapitación por hacha o espada estaba reservada a los nobles, mientras que a los plebeyos les correspondía la horca, o, en función de la gravedad del delito, suplicios como la hoguera o la rueda.
El 5 de junio de 1791, la Asamblea aprueba que a todo condenado a muerte se le corte la cabeza, universalizando para el conjunto de los ciudadanos un dudoso honor antes reservado a la nobleza. Pero no será hasta abril de 1792 cuando se solicite al médico cirujano y enciclopedista Antoine Louis el desarrollo de un ingenio que permita llevar a cabo de manera limpia y aséptica la preceptiva –y definitiva– operación.
Para reyes y ladrones
En tiempo récord, el doctor Louis presenta su idea y un prototipo. Un artefacto con «dos vigas separadas por una distancia de un pie», con sendas «hendiduras deslizantes» para conducir entre ambas una afilada chuchilla montada bajo una pesada pieza de madera para acentuar la potencia del golpe de gracia, un mecanismo de cuerdas y poleas para accionarla y una suerte de yugo «con una hendidura en la parte superior susceptible de acoger con facilidad» –comodidad hubiera sido mucho decir– «la cabeza del paciente», según rezaba la descripción del facultativo.
En solo dos semanas la primera guillotina estaba lista. Después de un breve periodo de prueba con cadáveres humanos y animales, fue instalada en la plaza de Grève, hoy conocida como Place de l’Hôtel-de-Ville o Esplanade de la Libération, ante el ayuntamiento de París. El 25 de abril de 1792 tendrá lugar la primera ejecución. El afortunado será Nicolas Jacques Pelletier, juzgado y condenado por robo a mano armada. Será en agosto cuando este ingenio mortal sea trasladado a la plaza del Carrousel, donde quedará reservada para el ajusticiamiento de los enemigos del pueblo. El 21 de enero de 1973 se trasladará por primera vez a la plaza de la Revolución, hoy conocida como plaza de la Concordia, para una ejecución muy especial: la del rey depuesto Luis XVI.
La ‘navaja nacional’
Aunque conocida en un primer momento como louisette o louison, termina por imponerse el nombre que hace honor a su ideólogo y no a su inventor. Se envían guillotinas a todos los departamentos de Francia, e incluso los ejércitos llevan una consigo entre sus pertrechos. La pesada, afilada e implacable navaja nacional se convierte en símbolo de la justicia republicana. Se estima que durante el periodo del Terror fueron ejecutados con guillotina unas 16.000 personas. Entre ellos, además de testas coronadas como Luis XVI, María Antonieta o Luis Felipe de Orleans –que no perdió el humor y saludó quitándose la peluca antes del acto final–, activistas tachados de contrarrevolucionarios y líderes del Terror que salieron esquilados como Danton, Robespierre.
La revolución pasó, pero la guillotina quedó. Durante el siglo XIX cientos de condenados fueron liquidados por este sistema, con la máquina de matar instalada casi siempre a la puerta de la prisión. En el siglo XX están contabilizados 450 reos decapitados por este método, entre ellos el famoso asesino en serie Henri Désiré Landru, ajusticiado ante la cárcel de Versalles en 1922.
El mismo escenario en que tuvo lugar, el 17 de junio de 1939, la última ejecución pública con guillotina. En vísperas del inicio de la Segunda Guerra Mundial, un atractivo súbdito alemán de 31 años, Eugen Weidmann, fue juzgado y declarado culpable de varios robos y seis asesinatos. El extraordinario circo mediático montado en torno al proceso provocó que, el día de la ejecución, las fuerzas del orden se vieran desbordadas por la multitud que deseaba presenciar el espectáculo de la muerte. Y que las autoridades decretaran que, en adelante, las ejecuciones se realizarían de puertas adentro de los establecimientos penitenciarios.