En diciembre de 1973, Henry Kissinger recibió el Nobel de la Paz por su contribución a los acuerdos de París que debían poner fin a una guerra, la de Vietnam, que a la postre se prolongó dos años más. Tres meses antes, un golpe militar respaldado por la Administración de Richard Nixon y la CIA derrocó al gobierno chileno de Salvador Allende y sumió al país en una sangrienta represión y una larga dictadura.
Primero como consejero de Seguridad Nacional (1969-1975) y después como secretario de Estado de Nixon y Gerald Ford (1973-1979), Kissinger tuvo un papel crucial en la política de distensión de las relaciones de Estados Unidos con China y la Unión Soviética en plena Guerra Fría. También, antes, en los bombardeos de Camboya y Laos, o en la implementación de la Operación Cóndor, que favoreció regímenes dictatoriales afines y combatió sin contemplaciones ni escrúpulos democráticos a la izquierda más o menos revolucionaria de América Latina.
Hechos que representan la cara y la cruz de un hombre que acaba de cumplir cien años y que encarna como pocos las contradicciones del siglo XX y de la gran potencia hegemónica durante un periodo que coincide casi exactamente con su vida. Aunque probablemente el impasible y oracular Kissinger rechazaría esta afirmación, negando contradicción alguna en una trayectoria marcada por el pragmatismo, o eso que en diplomacia y política exterior se ha dado en llamar desde tiempos de Bismarck realpolitik.
Es el mismo realismo que exhibe en la actualidad, desde su despacho en una planta 33 en el Midtown de Manhattan, analizando con su inconfundible caída de ojos –tras unas gafas cuya gruesa e icónica montura de los 70 ha menguado de década en década–, el panorama internacional marcado por la guerra en Ucrania y la tensión entre Estados Unidos y China.
«Estamos en una situación clásica de pre guerra mundial, en la que ninguna de las partes tiene mucho margen para la cesión política y en la que cualquier perturbación del equilibrio puede acarrear consecuencias catastróficas», aseguraba hace unas semanas a The Economist.
Históricamente, una rivalidad entre potencias como la que existe entre Estados Unidos y China conduciría inevitablemente a la guerra. Y lo hará, asegura Kissinger, si en un plazo máximo de entre cinco y diez años ambas potencias no se comprometen decididamente por la contención. A Washington no le interesa, ni puede, acabar con un régimen chino que quiere ocupar el espacio que merece en el orden internacional, pero que, según él, no aspira a la hegemonía mundial. Tampoco le parece prudente apoyar la independencia de Taiwan. Hay que «enfriar la situación y reconstruir la confianza» entre ambas potencias. La era de los principios ha terminado. Estados Unidos debe renovar su cultura política, abandonar la idea de destino manifiesto y renunciar a hacer un mundo a su imagen y semejanza.
Los derechos humanos importan, pero para Kissinger es «un error» ponerlos en el centro de la política. Hay que proponerlos, condicionar las relaciones entre países a su cumplimiento, pero no imponerlos. Del mismo modo, considera peligroso el comportamiento europeo respecto a la guerra de Ucrania: le parece insensato convertir al país con «la experiencia estratégica más deficiente» del continente en el más y mejor armado de la región.
La única manera de resolver los problemas internacionales, sostiene el influyente asesor de tantos presidentes norteamericanos, es una diplomacia intensiva marcada por el equilibrio y la moderación. Es posible consolidar la paz. Pero, advierte, hay que estar preparados militarmente, «porque vivimos en un mundo nuevo y no hay garantías de que lo que hagamos saldrá bien».
Y en este punto cabe preguntarse si el experimentado realismo de Kissinger no es más que cinismo. Si su renuncia implícita a los principios, los derechos y las libertades que han constituido el horizonte del orden mundial desde 1945 certifica el fin de una era y el comienzo de otra. O si no hace más que evidenciar que esos principios siempre fueron coartadas y ahora las coartadas son otras menos edificantes.
Kissinger, judío nacido en Alemania, abandonó Europa con su familia en 1938 huyendo del nazismo. Siempre ha asegurado que aquella experiencia no ha influido en su trayectoria política. Afirma estar «más interesado por el futuro que por el pasado». Y, en efecto, parece haber olvidado que fueron los principios que ahora recomienda desplazar de la toma de decisiones los que hicieron posible la derrota de quienes entonces le persiguieron.