Cuando éramos muchachos en el Instituto del Vedado, en La Habana, hace un siglo, le escuché decir a un compañero de estudio: «El Papa no ama a Mao y viceversa». ¿Por qué? -le pregunté dócilmente. «Porque el Papa no ama a Mao». Me contestó con una sonrisa medio idiota. Era una pega de doble sentido a la que se accedía pronunciando de una cierta manera «no amar a Mao».
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